Sunday, March 30, 2008

Escaleras




Miles de veces había buscado esa puerta en mi infancia, miles de veces sin encontrarla, aunque sabía muy bien donde estaba.
Después de la terraza, siguiendo el pasillo largo al final de las escaleras, siguiendo sus altas paredes de revoque amarillento, el caluroso pasillo a la hora de la siesta. Los ojos encandilados por el reflejo, la boca seca, el corazón descontrolado, como si se fuera a salir del pecho en cualquier momento. Caminaba por el pasillo sin hacer ruido, fingía buscar la puerta que sabía exactamente donde estaba. Todos dormían la siesta, el calor del verano era realmente insoportable, me tranquilizaba un poco pensar que nadie se iba a levantar para ver si yo estaba durmiendo en mi habitación, protegido por el zumbido del ventilador. En esa época había ventiladores turbo esparcidos por
toda la casa de mis abuelos, los días veraniegos eran un pesado sopor continuo con ruido de ventiladores, capaz de dormir a cualquiera.
Pero yo me había propuesto encontrar la puerta que baja al infierno. Cada verano la buscaba sin
encontrarla, nadie hablaba de eso, fingían que no existía, que no sabían de qué se trataba, pero no lograban disimular la mirada incómoda del miedo y de la angustia, como si las cosas se pudiesen olvidar tan fácilmente...
Pero esta vez doblé donde tenía que hacerlo, no se por qué no me engañé fingiendo no encontrarla. Crucé el altillo y abrí la vieja puerta de madera cubierta por el polvo.
Comencé a descender por la escalera lentamente, el terror era demasiado, insoportable por momentos, no supe qué me había decidido a seguir adelante, eso estaba mal, claramente mal, no había excusa posible. El calor aumentaba a medida que descendía. La escalera giraba sobre sí misma cada diez metros, no tenía baranda, solo una pared de cada lado, de cemento sucio, que
impedía ver más allá. Giraba, seguía bajando y cada vez me arrepentía más, pero continuaba ciegamente.

Finalmente llegué. No hay fuego en el infierno pero el calor es inhumano, húmedo y pegajoso. El
sol quema la piel y enceguece la vista. La escalera daba directamente a la Avenida Paraguay, la calle principal. Seguí caminando lentamente, esquivando la mugre y la podredumbre, me sentía cada vez peor, mareado, con el estómago revuelto. No vi ningún demonio, sí personas frustradas y rencorosas, convencidas de la mentira que dañar al prójimo hace más tolerable su sufrimiento.
Cargue mi mochila con el odio de toda mi vida, con la prepotencia de esos pocos 20 años que había vivido y salí a pegarle patadas a lo que quedaba de mi destino tratando de, por un lado, vestirme de malo para tapar todo el miedo que tenía, y por otro lado intentando no perder el camino de vuelta, aunque no sabía si quería volver y menos aún si podía. De pronto todo fue estímulo y respuesta, quería agua, que apagara ese calor insoportable. Un vaso de agua no se le niega a nadie, me dijo un señor entrado en años. El primero te lo regalo, el segundo te lo vendo, me dijo el mismo señor cuando le pedí mas. Y así me di cuenta que en el infierno había que trabajar.
Hay miles de formas de trabajo, me dijo una borracho bohemio al que me acerque a conversar, la
mas perversa está disfrazada de paraíso, algunos pisos mas arriba en edificios de vidrio y con aires acondicionados que no zumban como los viejos turbos, no sea cosa que se duerman los esclavos y pretendan soñar con su infancia.

Federico Alcalde y Enrique Trepat

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