Saturday, December 27, 2008

Escalera

Miles de veces había buscado esa puerta en mi infancia, miles de veces sin encontrarla, aun sabiendo muy bien donde estaba. Después de la terraza, siguiendo el pasillo largo al final de las escaleras, siguiendo sus altas paredes de revoque amarillento, el caluroso pasillo a la hora de la siesta. Los ojos encandilados por el reflejo, la boca seca, el corazón descontrolado, como si se fuera a salir del pecho en cualquier momento.
Caminaba por el pasillo sin hacer ruido, fingía buscar la puerta que sabía exactamente donde estaba. Todos dormían la siesta, el calor del verano era realmente insoportable, me tranquilizaba un poco pensar que nadie se iba a levantar para ver si yo estaba durmiendo en mi habitación, protegido por el zumbido del ventilador. En esa época había ventiladores turbo esparcidos por toda la casa de mis abuelos, los días veraniegos eran un pesado sopor continuo con ruido de ventiladores, capaz de dormir a cualquiera.
Me había propuesto encontrar la puerta que baja al infierno. Cada verano la buscaba sin encontrarla, nadie hablaba de eso, fingían que no existía, que no sabían de qué se trataba, pero no lograban disimular la mirada incómoda del miedo y de la angustia, como si las cosas se pudiesen olvidar tan fácilmente...
Pero esta vez doblé donde tenía que hacerlo, no se por qué no me engañé fingiendo no encontrarla. Crucé el altillo y abrí la vieja puerta de madera cubierta por el polvo. Comencé a descender por la escalera lentamente, el terror era demasiado, insoportable por momentos, no supe qué me había decidido a seguir adelante, eso estaba mal, claramente mal, no había excusa posible. El calor aumentaba a medida que descendía. La escalera giraba sobre sí misma cada diez metros, no tenía baranda, solo una pared de cada lado, de cemento sucio, que impedía ver más allá. Giraba, seguía bajando y cada vez me arrepentía más, pero continuaba ciegamente.
Finalmente llegué. No hay fuego en el infierno pero el calor es inhumano, húmedo y pegajoso. El sol quema la piel y enceguece lasvista. La escalera daba directamente a la Avenida Paraguay, la calle principal. Seguí caminando lentamente, esquivando la mugre y la podredumbre, me sentía cada vez peor, mareado, con el estómago revuelto. No vi ningún demonio, sí personas frustradas y rencorosas, convencidas de la mentira que dañar al prójimo hace más tolerable su sufrimiento.
Cargue mi mochila con el odio de toda mi vida,con la prepotencia de esos pocos 20 años que había vivido y salí a pegarle patadas a lo que quedaba de mi destino tratando de, por un lado, vestirme de malo para tapar todo el miedo que tenía, y por otro lado intentando no perder el camino de vuelta, aunque no sabía si quería volver y menos aún si podía. De pronto todo fue estímulo y respuesta, quería agua, que apagara ese calor insoportable. Un vaso de agua no se le niega a nadie, me dijo un señor entrado en años. El primero te lo regalo, el segundo te lo vendo, me dijo el mismo señor cuando le pedí mas.
Y así me di cuenta que en el infierno había que trabajar. Hay miles de formas de trabajo, me dijo una borracho bohemio al que me acerque a conversar, la mas perversa está disfrazada de paraíso, algunos pisos mas arriba en edificios de vidrio y con aires condicionados que no zumban como los viejos turbos, no sea cosa que se duerman los esclavos y pretendan soñar con su infancia.

Federico Alcalde y Enrique Trepat
Escrito a medias, por mail y publicadopor primera vez en http://www.elperrodelacan.com.ar/

Las alturas

Es difícil superar el vértigo, pero uno termina acostumbrándose cuando vive en el piso 18, al frente, sobre una avenida... los que sobreviven, digo, porque la primera impresión es realmente intimidante. Nosotros veníamos del campo, de Carmen de Areco, Provincia de Buenos Aires y pasar de la casa de una planta con un gran parque, a un departamento en plena capital fue un trance digno de mención.
A fin de cuentas compramos ese departamento porque fue lo único que pudimos pagar, no nos gustaba en lo más mínimo. Era una época mala para la familia y tomamos la decisión de buscar oportunidades en la ciudad. El departamento era espacioso, tenía tres habitaciones, cocina, baño y un lavadero pequeño. Estaba muy descuidado, pero con paciencia fuimos poniéndolo en condiciones. Las cañerías y el cableado nos dieron varios dolores de cabeza. Día a día luchamos con goteras, chispazos y su desafortunada combinación. Creo que todos estamos bastante acostumbrados a hacer reparaciones menores, como cambiar los tapones y emparchar un caño con poxilina. Mi tío Pedro es el especialista en arreglar enchufes y llaves de luz, y Juan (el mayor de mis hermanos) es el que entiende algo de albañilería. Entre todos nos arreglamos en los tiempos que nos quedan, porque salimos temprano, cada día, a buscar trabajo. Mis hermanas se ubicaron enseguida, Carolina en una panadería y Rosalía como secretaria de un escribano. Mamá y la tía Matilda se dedican más a la casa, porque hay que limpiar todo el tiempo.
Tenemos un desorden fenomenal, somos muchos los que entramos y salimos, y encima las paredes se descascaran por la humedad. Antes ayudaba mi prima Natalia, pero se cayó por el balcón junto con Lucho (mi hermano más chico) mientras jugaban a la mancha. Al principio quedamos muy tristes y asustados, pero fuimos tomando conciencia de que un accidente es eso y nada más, y que la vida continúa. Peor estábamos en el campo, decían; acá, por lo menos, no pasamos hambre. Es natural que esas cosas ocurran, el balcón es grande y agradable, ocupa todo el frente del departamento, como una terraza, tiene dos metros de ancho por doce de largo. Pasamos muchas horas allí cuando cae la tarde y volvemos cansados por los calores de enero. Tomamos mate, escuchamos radio (papá lee el diario), los más chicos juegan mientras los demás charlan. Hay que andar con cuidado porque no tiene baranda (el de la inmobiliaria nos dijo que se desmoronó hace cinco años), y alguno a veces se confunde con las plantas enormes que pusimos para decorar y pasa para el otro lado, los gritos se escuchan durante 4 o 5 pisos, después no. Tomamos la actitud de fin gir normalidad, de ignorar el peligro al que vivimos expuestos. El balcón no es el único: están los asaltos, el tránsito, los piquetes. Seguimos con nuestros hábitos cotidianos, evitamos hablar del tema. A mi particularmente me incomoda, tanto como hablar de alguna vergüenza íntima, hasta llegamos a hablar de Natalia o Lucho como si estuvieran vivos. Es perverso, lo sé, pero nos ayuda a creer que todavía conservamos algo sin vender, que la casa de los abuelos valía un poco más que sus vidas. Como si eso significara algo, como si importara. Por supuesto que ellos no fueron los últimos, pero era inevitable la necesidad de tenerlos ahí. El hecho de no haberlos visto desparramados por la vereda nos ayudaba a tenerlos presentes por esa cosa que nos deja la ultima imagen que recordamos de las personas. Se complicaba un poco durante la lectura del diario y las charlas de balcón ya que en algunos momentos se producían silencios incómodos que antes tapaban los gritos de los chicos. Yo trataba de disimularlos añorando en voz alta el silencio del campo, todos asentían y volvía la alegría, la charla y el “como si” nada hubiera pasado. La familia se descascaraba como las paredes, se llenaba de chispas en cada cruce de cada vez menos miradas. Las dificultades aumentaban constantemente, trabajando diez horas diarias por unos míseros pesos que apenas nos alcanzaban para comer, el ruido insoportable, el calor. Papá se tropezó con una maceta intentando leer el diario mientras caminaba y tampoco lo vimos más. El peligro acechaba a todos por más que nos esforzáramos en ignorarlo, no era cosa de cambiar un enchufe o soldar un caño de plomo, era mucho más que eso. La tía Matilda había optado por salir al balcón atada de una soga. Aunque confió demasiado en esa soga que le gustaba mordisquear a las lauchitas con las que convivíamos, no pudo soportar su resbalón. El tío Pedro me sugirió, en una charla a solas, anular la salida al balcón. Hice que parezca un accidente. Juan fue el más difícil de todos, era un tipo muy fuerte, me costó mucho tirarlo. Mientras caía se mezclaban sus gritos con las primeras sirenas y los violentos golpes a la puerta. Yo no comprendía esa violencia, no entendía por qué le costaba tanto a la policía comprender cuánto extrañaba la soledad, la tranquilidad del campo.

Federico Alcalde y Enrique Trepat
Escrito a medias, por mail y publicado por primera vez en Revista Idearia.

Criminal

Corrí hacia la puerta del patio, pero ya había saltado la pared. Cayó en el baldío y seguramente habría escapado por la calle de tierra, silencioso como un gato. Quizá lo esperaba alguien en moto o en algún auto viejo con el que iría a festejar su crimen con alcohol, drogas y putas. Tal vez corrió para el lado de la avenida y se escapó en taxi, aunque a esta hora no suelen pasar con frecuencia, y ahora esté pagándole al taxista con el dinero que le pidió a su mujer mientras el reloj del taxi corría y el corazón del conductor aceleraba su ritmo por la oscuridad de ese lugar y esas caras tan poco comunes que lo rodeaban.
También es probable que lo haya agarrado la policía y ahora esté, como un pájaro, en una jaula de dos por dos, remordiéndose y pidiendo perdón a distancia, caminando de costado a costado, pegando su cara a los barrotes para observar como vuela su libertad mas allá del hierro. Llorando, con vergüenza por el resto de los detenidos, eje de todas las miradas, pensando en algún trabajo en el que no se haga mala sangre y no corra peligro, pensando en su pasado, presente y futuro, todo a la vez. Podría estar también agazapado, en la entrada de alguna casa, como un cazador que espera a su presa, esperando que llegue algún vecino para poder llevarse su auto y no pagar taxi. Es factible que esté en algún árbol, como un pájaro, las patas agarradas al tronco con toda la fuerza del equilibrio, la mirada atenta, atenta a todo lo que pasa abajo, las corridas, las persecuciones mutuas entre sombras y rayos de linternas, sirenas que tiñen de azul las paredes y gritos y ladridos confundiéndose al ser filtrados por las hojas del árbol. Sencillamente, podría estar mezclado entre las decenas de vecinos y transeúntes que lo buscan sin conocerlo ni reconocerlo.
Todas esas posibilidades existieron, tuvieron vida desde que corrí hasta que ya había saltado la pared. Yo las conocía todas, sabia los códigos y cual era la siguiente opción si una fallaba, las sabia mejor que él pero ya había saltado. Nunca lo agarraron porque, a pesar de estar en una jaula de dos por dos, remordiéndome y pidiendo perdón a distancia, caminando de costado a costado, pegando mi cara a los barrotes para observar como vuela mi libertad mas allá del hierro, nunca les dije nada.

Federico Alcalde

cuento ganador del segundo premio del concurso de cuentos breves Roger Pla Rotary Club Ramos Mejia