Saturday, December 27, 2008

Las alturas

Es difícil superar el vértigo, pero uno termina acostumbrándose cuando vive en el piso 18, al frente, sobre una avenida... los que sobreviven, digo, porque la primera impresión es realmente intimidante. Nosotros veníamos del campo, de Carmen de Areco, Provincia de Buenos Aires y pasar de la casa de una planta con un gran parque, a un departamento en plena capital fue un trance digno de mención.
A fin de cuentas compramos ese departamento porque fue lo único que pudimos pagar, no nos gustaba en lo más mínimo. Era una época mala para la familia y tomamos la decisión de buscar oportunidades en la ciudad. El departamento era espacioso, tenía tres habitaciones, cocina, baño y un lavadero pequeño. Estaba muy descuidado, pero con paciencia fuimos poniéndolo en condiciones. Las cañerías y el cableado nos dieron varios dolores de cabeza. Día a día luchamos con goteras, chispazos y su desafortunada combinación. Creo que todos estamos bastante acostumbrados a hacer reparaciones menores, como cambiar los tapones y emparchar un caño con poxilina. Mi tío Pedro es el especialista en arreglar enchufes y llaves de luz, y Juan (el mayor de mis hermanos) es el que entiende algo de albañilería. Entre todos nos arreglamos en los tiempos que nos quedan, porque salimos temprano, cada día, a buscar trabajo. Mis hermanas se ubicaron enseguida, Carolina en una panadería y Rosalía como secretaria de un escribano. Mamá y la tía Matilda se dedican más a la casa, porque hay que limpiar todo el tiempo.
Tenemos un desorden fenomenal, somos muchos los que entramos y salimos, y encima las paredes se descascaran por la humedad. Antes ayudaba mi prima Natalia, pero se cayó por el balcón junto con Lucho (mi hermano más chico) mientras jugaban a la mancha. Al principio quedamos muy tristes y asustados, pero fuimos tomando conciencia de que un accidente es eso y nada más, y que la vida continúa. Peor estábamos en el campo, decían; acá, por lo menos, no pasamos hambre. Es natural que esas cosas ocurran, el balcón es grande y agradable, ocupa todo el frente del departamento, como una terraza, tiene dos metros de ancho por doce de largo. Pasamos muchas horas allí cuando cae la tarde y volvemos cansados por los calores de enero. Tomamos mate, escuchamos radio (papá lee el diario), los más chicos juegan mientras los demás charlan. Hay que andar con cuidado porque no tiene baranda (el de la inmobiliaria nos dijo que se desmoronó hace cinco años), y alguno a veces se confunde con las plantas enormes que pusimos para decorar y pasa para el otro lado, los gritos se escuchan durante 4 o 5 pisos, después no. Tomamos la actitud de fin gir normalidad, de ignorar el peligro al que vivimos expuestos. El balcón no es el único: están los asaltos, el tránsito, los piquetes. Seguimos con nuestros hábitos cotidianos, evitamos hablar del tema. A mi particularmente me incomoda, tanto como hablar de alguna vergüenza íntima, hasta llegamos a hablar de Natalia o Lucho como si estuvieran vivos. Es perverso, lo sé, pero nos ayuda a creer que todavía conservamos algo sin vender, que la casa de los abuelos valía un poco más que sus vidas. Como si eso significara algo, como si importara. Por supuesto que ellos no fueron los últimos, pero era inevitable la necesidad de tenerlos ahí. El hecho de no haberlos visto desparramados por la vereda nos ayudaba a tenerlos presentes por esa cosa que nos deja la ultima imagen que recordamos de las personas. Se complicaba un poco durante la lectura del diario y las charlas de balcón ya que en algunos momentos se producían silencios incómodos que antes tapaban los gritos de los chicos. Yo trataba de disimularlos añorando en voz alta el silencio del campo, todos asentían y volvía la alegría, la charla y el “como si” nada hubiera pasado. La familia se descascaraba como las paredes, se llenaba de chispas en cada cruce de cada vez menos miradas. Las dificultades aumentaban constantemente, trabajando diez horas diarias por unos míseros pesos que apenas nos alcanzaban para comer, el ruido insoportable, el calor. Papá se tropezó con una maceta intentando leer el diario mientras caminaba y tampoco lo vimos más. El peligro acechaba a todos por más que nos esforzáramos en ignorarlo, no era cosa de cambiar un enchufe o soldar un caño de plomo, era mucho más que eso. La tía Matilda había optado por salir al balcón atada de una soga. Aunque confió demasiado en esa soga que le gustaba mordisquear a las lauchitas con las que convivíamos, no pudo soportar su resbalón. El tío Pedro me sugirió, en una charla a solas, anular la salida al balcón. Hice que parezca un accidente. Juan fue el más difícil de todos, era un tipo muy fuerte, me costó mucho tirarlo. Mientras caía se mezclaban sus gritos con las primeras sirenas y los violentos golpes a la puerta. Yo no comprendía esa violencia, no entendía por qué le costaba tanto a la policía comprender cuánto extrañaba la soledad, la tranquilidad del campo.

Federico Alcalde y Enrique Trepat
Escrito a medias, por mail y publicado por primera vez en Revista Idearia.

1 comment:

Unknown said...

Tenes problemas con los espacios pequeños, las alturas y los sotanos por eso no vas a Treffen seguro... tomate una cerveza "trippeante" y tema solucionado...